Era un día de frío de la primera parte de diciembre de 1948, cuando un grupo de
muchachos, de la ciudad de Hamburgo, Alemania, se dirigió a la parte más dañada de esa
ciudad, para averiguar la situación en ese barrio llamado Billstadt. Las bombas que cayeron
durante la terrible segunda guerra mundial habían destruido todas las casas de dicho
suburbio de Billstadt, de manera que esa parte de la ciudad se conocía como parte del
“territorio muerto.” Con el tiempo algunos hombres valientes habían regresado para ver si
podían edificar nuevamente sus casas, pero siempre se habían ido muy tristes, porque
parecía imposible vivir entre tantas ruinas. Les recordaban demasiado las penurias que
habían tenido que pasar. Nuestros cinco muchachos querían ser héroes, así que fueron
trepando los montones de ladrillos y escombros, y hasta penetraron en los sótanos de
algunas de las casas derribadas. ¡Qué aspecto tenía todo, y qué olores espantosos salían
de este barrio muerto! Los cinco estaban asustados por el espectáculo. De repente, Carlos,
el mayor, exclamó: - ¡Miren allí hay un gato! Vieron efectivamente un gran gato negro que
los miraba con sus grandes ojos verdes, parado sobre un gran trozo de cemento que
parecía una roca. Maulló con fuerza, y levantando la cola, se corrió a un costado de la roca
y desapareció. Eduardo fue el primero que habló y dijo: - Vengan, vamos a ver adónde fué,
y tal vez descubramos a quien pertenece. Los cinco muchachos fueron cruzando por
encima de las piedras y los escombros en perseguimiento del gato. Casi habían llegado a la
roca, cuando para gran sorpresa suya se presentó un anciano vestido de andrajos y con un
garrote en la mano. - ¿Para qué vienen aquí? – preguntó. – Los voy a castigar a todos
ustedes, si vienen a molestarme. Enrique, el más valiente de los muchachos, se dirigió a él
y le contestó: - No sabíamos que usted vivía en este lugar espantoso. ¿Está usted solo? ¿Es
suyo este gato negro?. - ¡Sí es mío, y no le hagan daño! Es todo lo que me queda después
de los destrozos de la guerra. - ¿Y quién le cuida a usted aquí? – preguntó Luis. – No debe
poder ir de compras a la ciudad. - Yo me las arreglo solo – contestó el anciano. – Nadie
necesita cuidarme. Miró a los muchachos con ojos penetrantes, y después de un rato dijo:
- Ustedes parecen ser muchachos buenos. Entren en mi habitación y les mostraré cómo
vivo aquí. Unas cuantas escaleras medio rotas les permitieron bajar a una cocinita donde
había apenas espacio para el anciano y sus cinco visitantes. En el centro había una mesa de
tamaño regular, con una silla a cada lado, y junto a la pared de la derecha, cerca de una
ventanita, había una cama con un cobertor de plumas. En un armario había algunos platos,
una taza y un platillo. Sobre un estante de la pared había un pan y algunos otros
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Ministerio Infanti/Historia infantil
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